Escapismo


Pérdida reparable
12 octubre 2010, 11:13 am
Filed under: Ficción

Tengo que ir a un entierro y solo tengo una corbata roja. Es mi suegro el que ha muerto. No es que le deseara la muerte pero casi lo prefiero. Los domingos, en las comidas familiares, se ponía muy pesado con el acuario. Se empeñaba en pescar mis peces tropicales. Un día le pillé con un tenedor en la mano sumergida dentro. Me puse como un energúmeno y mi mujer me regañó.
Ella está muy compungida, ha dejado de hablar estos días y llora cada dos horas. Estaban muy unidos, padre e hija. Me pregunto cuánto lloraría si muriera yo. Le comento a mi mujer el tema de la corbata y ni contesta. Decido ir con ella puesta. Total, nadie se va a fijar en mí. Seguro que al entierro va medio pueblo, o casi entero. Era un hombre de carácter, muy querido, tenía muchos amigos.
Mi mujer me espera en la puerta impaciente. No hace ningún comentario sobre mi aspecto. En el coche tampoco dice nada y a medio kilómetro del cementerio se echa a llorar con hipidos. Se convulsiona de pena. Yo le aprieto la rodilla en señal de apoyo pero me parece que exagera. El hombre ya era muy mayor. Tenía que morirse. Aparco y, en cuanto ve a su madre y hermanos, va a paso acelerado hacia ellos, se besan, se abrazan. Dejo de existir para ella; me quedo al lado de un árbol. Me da rabia no fumar. Entran todos en la capilla y yo les sigo. Me siento en el último banco por si me aburro poder salir con disimulo. El cura empieza con su panegírico. Después hablan los amigos, casi todos viejos, halagos que no van a ningún sitio. Uno se equivoca y dice: “le quedremos siempre”, casi se me escapa una carcajada. La panadera, desde el banco de delante, me mira, condenándome. Por fin, encima de unos rieles pasan el ataúd a la sala de cremación. Solo entran los familiares, a mí nadie me reclama, así que esperamos pacientes a que salgan. A los pocos minutos se va la luz, se escucha una exclamación colectiva. El murmullo es constante, pasa un rato eterno, a oscuras, hasta que sale el hijo del muerto, nos dice que es un apagón general, del barrio. Que puede durar horas según la compañía eléctrica. La gente empieza a dispersarse, algunos se acercan al hijo. Yo entro en la sala donde está el núcleo familiar. Mi mujer, sorpresivamente, viene hacia mí y me agarra la mano. Resulta que el muerto está a medio quemar, los operarios quieren irse y terminar a la mañana siguiente. La esposa del finado, mi suegra, llora y habla pero no se la entiende. Me da un poco de pena. El propio llanto la impide vocalizar. Nos acercamos más a ella, veo su cara encharcada, las lágrimas y los mocos reposan en sus arrugas. Con la voz distorsionada, y, mirando a los operarios, consigue decir:
– Por favor, ¡¡mi marido no es pollo!!! – y se desmorona sobre una silla.

Ante la incertidumbre de la luz lo mejor es irse, además en hora y media hay partido y por nada del mundo me lo querría perder. Paso una hora entre llantos e indecisiones. Los de la incineradora, con cara aburrida, insisten en irse. Estoy con ellos, no hay otra opción que dejarle allí hasta que la luz vuelva. Pero la familia del difunto se empeña en quedarse a velar el horno, todos insisten en que los operarios también se queden. Mi suegra advierte que ella no sale de allí sin sus cenizas. Y yo sufriendo, me quiero ir, es el final de la Liga, pero por otro lado no sé cómo se lo tomará mi mujer. No me suelta la mano y de vez en cuando recuesta su cabeza en mi pecho. Estamos con la luz mortecina de emergencia, resulta bastante tétrico. Me conformo con ver el segundo tiempo y me quedo allí, paciente, a su lado. Hay un reloj en la pared al que no quito ojo. Pasa otra media hora y, algo apurado, le digo a mi mujer que necesito ir a casa, a cambiarme de zapatos, que vuelvo en un rato. Me sonríe comprensiva y yo, intentando parecer tranquilo me giro hacia la puerta, pero justo en el momento que traspaso el umbral, la luz vuelve. Creo que nunca me había fastidiado tanto algo. Retrocedo y pasamos a terminar el asunto del muerto. Mi pesadumbre ahora es real, aunque en diez minutos esté quemado del todo, al partido no llego. La primera final que me pierdo.
En el coche vamos los dos callados, no tengo ganas de consolarla, me noto de mal humor. Cuando entramos en casa, veo mi acuario iluminado en la oscuridad, mis peces nadan felices. Mi mujer se hunde en el sofá, vuelve a llorar. Enciendo la luz, cojo su mano y me ofrezco a prepararle un vaso de leche caliente.