Escapismo


La lacra
3 junio 2010, 7:48 pm
Filed under: Ficción

Había cometido un error imperdonable, no había hecho bien su trabajo ni escuchado a quién debía. El resultado era un hombre inocente muerto. Y él un detective ineficaz. A partir de ahora, tenía que vivir con eso.

La víctima, un hombre en la treintena, estaba como catatónico cuando le detuvieron. No hablaba, se dejaba llevar por la policía esposado e inerte. Miraba a su alrededor ajeno a la realidad. Apestaba a humo y estaba sucio. Le acusaban de haber quemado viva a su mujer. Y él ni dijo que sí ni que no. Las pruebas, según los bomberos, eran claras, el incendio era provocado y había sido él, alcohólico y deprimido. Un vecino declaró a la policía que ni siquiera intentó salvar a su mujer, se quedó mirando, en el jardín, como ardía la casa. Nadie le oyó pedir auxilio. Esa era la prueba definitiva. Cuando se lo llevaron a la comisaría, todos, ya le habían juzgado.
El detective, entre su divorcio y los tequilas para suavizar el dolor, no puso ningún empeño en las investigaciones posteriores, para él estaba claro que era culpable, el incendio era provocado.
El acusado alegó que estaba borracho, el fuego le acorralaba y sintió miedo de quemarse, miedo de morir. Solo pensó en huir para salvar su vida. Dijo que después, cuando salió al jardín, se acordó de su mujer, pero era demasiado tarde, no podía entrar en la casa. Y lloró mientras todo se reducía a cenizas. Ese era su delito, era un cobarde, un egoísta que solo había pensado en salvar su pellejo, pero por eso no meten a nadie en la cárcel.
Le condenaron a treinta años.
El hermano del acusado, que nunca dudó de su inocencia, encargó su propia investigación del incendio y la conclusión del experto fue contundente: el incendio no era provocado; los rastros, el mal estado de la instalación eléctrica y lugar de inicio del fuego lo dejaban claro. Con los informes en la mano fue a ver al detective. Éste, con una resaca tremenda, ni siquiera le escuchó, le cogió bruscamente la carpeta verde y la guardó en un cajón. En ese momento quería que le dejaran tranquilo.
Dos meses después, al preso le clavaron unas tijeras en el pecho y murió unas horas más tarde. El detective se enteró de su muerte en el pasillo de la comisaría, el estómago se le encogió y se acordó de la carpeta verde. Corrió a su mesa y la sacó del cajón. En dos horas, doce cigarros, y la petaca de tequila, supo lo suficiente como para no volver a ser el mismo nunca más.
Solo le quedaban dos cosas por hacer, limpiar el nombre del acusado oficialmente y disculparse con su familia. Lo primero fue fácil.

Ahora quedaba lo segundo.

Aplastó el séptimo pitillo de la tarde con sus dedos amarillentos. Apuró el cuarto tequila y salió del bar con la cabeza gacha. Anduvo media hora y estuvo otra media frente a la casa. Cuando reunió el valor para llamar a la puerta su pulso iba muy rápido, sudaba mucho y tenía ganas de vomitar. Necesitaba una copa. Quería soltar todo a bocajarro, sin vacilar. Solo había posado el dedo en el timbre, sin llegar a sonar, cuando el padre abrió, con la madre a su lado y el hijo detrás, los tres con odio en los ojos. El detective no pudo mirar al chico a la cara. Le estaban esperando, le debían haber visto por la ventana. Se enfrentó a esas tres caras, heladas y rencorosas, y todo lo que había ensayado había desaparecido. Las palabras apropiadas dejaron de existir.

– ¿Se acuerdan de mí? – intentó que sonara firme, pero la voz le salió aflautada.

No le dio tiempo ni a respirar cuando sintió una pequeña ráfaga de aire y un portazo que casi le da en la punta de la nariz. No sintió vergüenza, ni humillación, ni siquiera culpabilidad, tan solo apareció un alivio, inmenso, una ligereza que había perdido en los últimos días. No tendría que hablar con ellos, ni tendría que volver a ver esas caras nunca más. Le apetecía ir a un bar, tomarse una copa y charlar con alguien. Y fue lo que hizo. Esa noche se acostó borracho y durmió bien.

Pero desde entonces, cuando hacía cosas tan simples como beberse una cerveza o fumar el primer pitillo del día, se acordaba de ese hombre. Una mañana, mientras se lavaba los dientes, se atrevió a mirarse fijamente en el espejo, al fondo de los ojos. Rápidamente, desvió la mirada.