Escapismo


REVISTA NARRATIVAS Nº24
8 enero 2012, 11:52 am
Filed under: Ficción

La revista Narrativas, que ya conocéis por este blog, acaba de subir la edición digital de su número 24, y en él podéis encontrar un relato mío, inédito esta vez, titulado Sol de otoño.

Si os apetece leerlo aquí os dejo el enlace para su descarga:

http://www.revistanarrativas.com

Para mí esta es una buena forma de empezar el nuevo año, que para vosotros sea mejor o por lo menos bueno.
¡Feliz 2012!



REVISTA NARRATIVAS.COM
22 julio 2011, 6:16 pm
Filed under: Ficción

La revista Narrativas, de edición digital, lleva más de cinco años aportando autores al bosque literario. Es una revista cuidada y con textos de calidad. El hecho de que una revista así me haya pedido un relato de este blog, para publicarlo en su número de verano, me ha hecho ilusión. Lo comparto con los que todavía seguís ahí.

Dado que mi afán creativo, que era lo que alimentaba este blog, está bajo mínimos, y dado que voy a seguir escribiendo aunque sea menos, es probable que colabore más con ellos, si me dejan, :-D. Estoy ultimando un nuevo relato para el número de Septiembre.
Aquí os dejo el enlace donde podéis descargarla:

http://www.revistanarrativas.com

Me han publicado el relato revisado, y espero que mejorado, «Intenciones» que ya habéis leído en este blog.

¡Feliz verano!



Gambas a la plancha
12 abril 2011, 10:58 pm
Filed under: Ficción

A ojos de los demás sois una pareja normal, incluso atractivos. Lleváis en el barrio muchos años, y todos los sábados tomáis el aperitivo en el mismo bar. Te pintas y te pones vestido porque a él le gusta verte arreglada. Salís del portal y te coge del hombro, tú te dejas, has aprendido a que tu cuerpo no se encoja involuntario. Así vais hasta el bar. Al entrar todos os dan un trato familiar. Pedís siempre lo mismo, cerveza y una doble ración de gambas a la plancha, especialidad de la casa.
Observas a tu marido, con su americana de alpaca, la camisa abierta y el pelo hacia atrás, gasta bromas y, encantador, le pregunta al camarero por sus hijos, se acerca a la cocina a saludar. Tú, en cambio, te quedas en la barra, amedrentada entre la gente, el camarero te habla pero ni le miras, das un sorbo al doble que te acaba de poner delante. El bar está casi lleno, las gambas son un reclamo universal. Cuando él vuelve te conduce a una mesa, te dice que te quites el abrigo, y tú lo haces. Mientras esperáis las gambas le escuchas lo repetido tantas veces, con los mismos insultos y quejas, vocifera hablando de sus compañeros de trabajo, les llama “lameculos”. Sientes vergüenza, te da la impresión que todo el bar os presta atención, miras de reojo la tele y te callas.
El camarero os trae una fuente llena de gambas humeantes, con sus granos de sal por encima. A ti te encantan las gambas. Vuelves la vista hacia la tele y, en la misma dirección, te encuentras la mirada de un chico, y la mantienes, más de lo normal. Te gusta su cara, te pones nerviosa, bajas la vista hacia las gambas relucientes y bebes cerveza. Él te pregunta por qué te has puesto colorada. Tú tienes calor, eso dices. Coges una gamba y le quitas la cabeza, te la metes en la boca y tus ojos se dirigen hacia el chico, está escuchando a su amigo pero también te mira a ti que te afanas en sacarle todo el jugo.
Tu marido quiere otra cerveza, cuando se vuelve para pedirla, se percata de la presencia del chico que te contempla absorto. Te increpa en mal tono:
– ¿Estás tonteando con ese imbécil? –
– No empieces – contestas tú suave, sin ánimo de discutir.
– Tú a mi no me tomas el pelo – insiste él, y su mano dura te aprieta el brazo, notas sus dedos hundiéndose en la carne, te hace daño.

Ahora las gambas se enfrían. Te suelta y tú temiendo el alboroto, le aplacas, le ofreces una gamba que él tira al plato dándote un manotazo. Y le oyes decir:
– Come tú gambas –

Y es lo que haces, coges otra y, aunque quieres hacerlo, no levantas los ojos del plato. Tienes que comerte dos más antes de atreverte a coger el vaso y dar un trago para volver a mirar hacia el televisor. Pero ahora, el lugar del chico está vacío, y ni siquiera le has visto irse. Tu marido en frente, con los labios brillantes de grasa y una mancha rosa en la pechera, hace señas al camarero para que traiga la cuenta. Notas como las lágrimas te suben por la garganta pero tragas fuerte y coges la última gamba de la fuente. Te quedas mirando los bigotes largos, los ojitos negros, y, antes de que se enfríe del todo, absorbes su esencia casi con furia. Tu marido, ya desabrido, te ofrece su plato lleno de pieles pero con las cabezas intactas. Piensas los años que hace que caíste en su gravedad, y los que intentas salir de ella. Alargas la mano, coges una de las cabezas, pero cuando te la metes en la boca, el sabor a gamba se vuelve metálico y contienes la náusea.



RECOMPENSAS
15 febrero 2011, 11:38 pm
Filed under: Ficción

El escritor sentado en su mesa revisa las cuatro frases que va a decir cuando le entreguen, en unas horas, el galardón literario que le han concedido. Su mujer está metiendo una botella de champán en el congelador para brindar cuando vuelvan. Están felices por este acontecimiento. Después de veinte años de frustraciones literarias por fin le ha llegado el prestigio. Ella está especialmente orgullosa, considera que le corresponde una parte de ese premio, sus esfuerzos, su apoyo, siempre animándole, llegando incluso a mantener la economía familiar por conseguir ese sueño.
Ya se han arreglado, él alaba su vestido, se levanta y la abraza fuerte. Cogidos por la cintura miran las cajas con ejemplares del libro. Su novela, de ciencia ficción, ha sido un éxito de ventas y de críticas, algo inesperado después de sus tres novelas mediocres que apenas merecieron alguna reseña en revistas literarias. Atrás quedan las depresiones, los vacíos creativos, los apuros económicos.
Él está muy elegante con pajarita y traje de chaqueta negro. Cogen un taxi, hablan poco y se agarran las manos. Él está nervioso, ella más emocionada. Al llegar al hotel un montón de periodistas le están esperando, él no suelta su mano. No está acostumbrado a la notoriedad ni a hablar en público. Se muestra amable, contesta alguna pregunta. Entran al salón lleno de sillas, ella se sienta en primera fila, él en la mesa situada encima de la tarima con el editor, que hablará primero y con otro afamado escritor que lo hará después. Mientras ellos elogian su libro y su talento como escritor, repasa mentalmente su pequeño discurso, el significado de este reconocimiento, y agradecer a todos, también a su mujer. No quiere olvidarse de nada. Con los brazos cruzados sobre el pecho intenta no moverse para que no se note su inquietud. Cuando le llega el momento de hablar, nota la expectación del público allí sentado, nota los flashes de los periodistas y se aturulla, está aturdido ante tanta celebridad. Busca los ojos de su mujer, cuando los encuentra se siente más confiado y comienza a hablar deprisa, muy serio, quiere acabar cuanto antes. Suda. Fija la vista en la calva de un señor del fondo para no distraerse. Ella, que no le quita la vista de encima, reprime las ganas de llorar de la emoción. Él ahora no la mira, las frases aprendidas se diluyen, las pierde antes de empezar, improvisa, es breve y parco, termina agradeciendo al editor la confianza, la generosidad y el apoyo continúo. La frase dedicada a su mujer, una frase bella y trabajada se le olvida, desaparece, ni la echa de menos. Cuando escucha los aplausos siente sosiego y alegría. La concurrencia empieza a levantarse, ella, aplastada, sigue en su silla. Con la mirada hueca, le ve rodeado de micrófonos, más relajado que antes pero todavía incómodo. Ella no sabe bien qué hacer. El editor la salva del aislamiento y la conduce al salón donde darán un piscolabis. Piden una copa, ella espera que el vino llene el gran agujero que tiene dentro, que desaparezca. El editor la habla pero no le escucha, solo está pendiente de la puerta. Él aparece radiante con una cohorte detrás, todos quieren una firma, y conocerle. Se acerca a ellos y cuando va a besarla en los labios, su mujer gira levemente la cara y se lo da en la mejilla. Es justo en ese momento cuando la frase no dicha repica en su mente y se siente caer a un precipicio. La mira a los ojos y encuentra dureza, todo su interior se contrae. El editor le pregunta cómo se siente ante el éxito e, incapaz de responder a esa pregunta, desvía el tema hacia la idea de su siguiente libro.
Vuelven taciturnos en el taxi, él, le coge la mano, se acerca un poco más y susurra la frase, que ahora le suena artificiosa, casi falsa. Ella vuelve la cara hacia la ventanilla y con los dedos impide que las lágrimas caigan.
Al llegar a casa, desde la puerta del dormitorio ella le mira con serenidad marchita y dice “me alegro por ti, te lo mereces”. Él contesta “gracias, sin ti hubiera sido imposible”. Se sienta en su escritorio y, turbulento, acaricia las cubiertas de su lograda novela. Mientras, la botella de champán se rompe en el congelador.



El chaparrón
3 febrero 2011, 10:28 pm
Filed under: Ficción

Lleva varios días dándole vueltas al tema. Anda distraído y preocupado. Su padre quiere verle pero él no está seguro. Le había encapsulado en el fondo de su mente y, después de tantos años, una sola llamada de teléfono le ha traído al presente a lo bruto. Sin deseo, ni preparación, ni aviso.

El hijo se esforzó durante mucho tiempo en no pensar en él cada día, en no recordar, cada vez que iban juntos al bosque, las acampadas en el monte, el fútbol, las fiestas del pueblo. El padre, camionero, se ausentaba durante semanas, pero cuando volvía se dedicaba a su mujer y a su hijo. Al regresar de un viaje se comportó distinto, y la siguiente vez también, hasta que acabó confesando que se había enamorado de una prostituta brasileña y se marchó con ella. Al principio llamaba a menudo, algo avergonzado. Poco a poco esos contactos incómodos se fueron espaciando hasta que se olvidó de su mujer y su hijo de trece años. Cuando pasó un año sin saber de él, el hijo empezó a acumular resentimiento, por el vacío, por su madre que lloraba a escondidas, por la apretura económica. La gente del pueblo no ayudó mucho en aquel momento, murmullos y habladurías les siguieron durante meses. En aquel tiempo su madre y él pasaban muchas horas juntos, pero a veces, mientras cenaban, se instalaba la ausencia del padre y apenas hablaban.

Con el tiempo, le llevó años, dejó de esperar que llamara o volviera. Y cuando pensaba en él deseaba sentir indiferencia.

El jueves pasado el padre había llamado, con voz temblorosa habló deprisa y se disculpó muchas veces. No dio explicaciones pero pidió verle, tomar algo, dijo que tendría paciencia; antes de colgar, en un susurro suplicante, añadió “por favor”. El hijo, mientras escuchaba sin abrir la boca, se sintió como de corcho. Estuvo horas desequilibrado, perdido, pasando de la furia al lloro por momentos. Él había crecido imaginando a su padre feliz en Brasil, quizá con otra familia, y desentendido de su propio hijo. Fantaseó muchas veces con que venía a buscarle y le llevaba con él un tiempo. Ahora se había hecho mayor, su padre era pasado y él creía, hasta ese momento, tener las ideas claras. Pero oír su voz quebrada le había provocado una congoja retenida que permanecía en su garganta. Desde ese día sus sentimientos eran encontrados. A ratos le entraban ganas de verle, a otros quería que desapareciese. Esos días evitó andar por el pueblo, pasó mucho tiempo en casa, con su madre, hablaron mucho, y ella le animó al encuentro. Padre solo hay uno, dijo, quítate la espina. Quizá le decidió esa frase, porque su padre, lejano hasta ese momento, se había convertido en una estaca. Así que justo una semana después de la reaparición le citó en el parque de las afueras del pueblo; la conversación fue breve y no le llamó papá.
Se acercó al parque por la costa, el viento húmedo aliviaba, estaba nervioso y arrepentido. No imaginaba de qué podrían hablar, no quería resumir los últimos trece años de su vida. Esperaba que hablara él, quizá fuera más fácil de lo que parecía. Pasó cerca del muelle y al recordar las horas de pesca con su padre, se preguntó si realmente le echaba de menos, si le quería en su vida. Subió la cuesta para bordear el parque, le vio a lo lejos, se le tensaron los hombros. Medio agachado cogió un camino de niños entre los arbustos, y, oculto, observó a su padre, allí en medio, solo en la inmensa pradera, con el cielo cargado encima. Estaba más gordo, y más bajo, casi calvo, con la cabeza inclinada y fumando, como siempre. Levantó la vista y el hijo se encogió. Le notó envejecido, y derrotado. Estuvo un rato allí dudoso explorando cada gesto, y cuando su padre miró el reloj por segunda vez, dio marcha atrás, sin correr se alejó de allí, hacia la playa. Bajó tranquilo, con el cielo más oscuro. Tembló cuando la primera gota de lluvia se le metió por el cuello. Le dio tiempo a cobijarse y mientras contemplaba el aguacero pensó que en el parque cuando llueve uno se cala en seguida.



POESÍA URBANA
22 enero 2011, 7:31 pm
Filed under: Ficción

La veía todos los días laborables sin excepción. Era una mujer cañón, con un vistazo uno ya se daba cuenta. Apareció en mi vida como algo excepcional ya que yo, dueño de una tintorería, nunca he tenido grandes aventuras que contar. Soy anodino y bastante solitario, nunca tuve amigos, en realidad dos, un compañero de colegio con el que cenaba esporádicamente, y mi vecino, algo mayor con el que jugaba al ajedrez todos los sábados por la tarde. Mi vida transitaba entre trajes, faldas y abrigos, y el olor a jabón y a plancha que lo impregnaba todo. De vez en cuando una película porno y una paja me sacaban de mi rutina. Solo eso.
Ella trabajaba en el restaurante de enfrente, al que nunca había entrado. Desde mi escaparate la contemplaba cuando salía a fumar, me atraía mucho su actitud altiva. Lo hacía una o dos veces durante la mañana, nunca a la misma hora. Eso me obligaba a estar vigilante todo el tiempo. Siempre fumaba sola, pegada a una papelera de esas con cenicero. Fumaba sosteniendo el cigarro casi con la punta los dedos y frunciendo mucho la boca a cada calada. Echaba el humo despacio mirando la voluta desintegrarse. Iba de negro, con camisa, pantalón y medio tacón que realzaban su culo redondito y travieso, y sus tetas bien puestas, además no era muy alta, perfecta. Siempre llevaba la melena castaña recogida en coleta y se pintaba ligeramente. Después de varias semanas de vigilancia, en las que se me aceleraba el pulso cada vez que ella fumaba, se me ocurrió una idea, brillante desde mi punto de vista. Compré una rosa roja, corté el tallo y la posé en la papelera, cerca del cenicero. Ella tendría que verla y preguntarse qué significaba aquello. La esperé con impaciencia, pero no se percató de la flor, terminó el cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. La rosa quedó allí, intacta.
Al día siguiente compré otra rosa, y la puse en el mismo lugar. Todo sucedió casi idéntico, la rosa invisible y yo alborotado, así durante ocho días.
La rosa número nueve, en pleno esplendor, con sus pétalos enormes, de un rojo intenso, llamó su atención. Desde mi escaparate, presencié como miraba hacia la papelera, como la cogía con cuidado entre los dedos y la acercaba a su nariz, y a su boca; sorprendido, o no tanto, noté que me empalmaba. Ella volvió al trabajo con la rosa en la mano y me costó un rato calmarme. Aquella noche, por primera vez, me masturbé pensando en ella, y, después de hacerlo, la sentí más cerca.

Por la mañana, la flor volvió a lucir en la papelera. Se fijó en seguida, de hecho tardó en encender el cigarro. Atendí, antipático, a una señora inoportuna, y cuando se fue ni oí la puerta de absorto que estaba en la acera de enfrente. En vilo seguí sus movimientos, sujetaba todo el tiempo la rosa en su mano, se pasaba los pétalos por la cara, por el cuello casi llegando al escote, aspiraba su olor. Casi fuera de mí, pero sin tocarme, no fuera a entrar alguien, me pegué al cristal tapado a medias por las cortinas. Ella metió su boca entre los pétalos, y después, cogió uno con los labios, sin chupar, solo acariciándolo. Y lo hizo con varios, con gestos sensuales, abriendo la boca a cada pétalo. Mi ardor no pudo más y noté, con gran placer, que mi pantalón se empapaba, me temblaron las piernas y, agarrado a las cortinas, tuve que doblarme para aguantar de pie. Cuando me repuse, apoyado en el mostrador, ella no estaba, y la rosa, ahora desechada, en el suelo. Con parsimonia, me coloqué el abrigo, cerré la tintorería y subí a casa a cambiarme la ropa, fría y ya casi acartonada.



¿El bienestar?
15 enero 2011, 1:06 pm
Filed under: Ficción

Sudan todavía aunque hace minutos que terminaron. Él está apoyado en el cabecero de la cama. Mira a la mujer desnuda que tiene al lado, le coge la mano, guardan silencio. Al rato, le dice lo a gusto que está con ella. Añade que él nunca le dice algo así a su mujer. Ni le coge la mano después del sexo, las pocas veces que lo hacen. Su mujer nunca le desea, solo cuando él se lo pide, se deja tocar y se abre de piernas. Tampoco se la chupa. Ni siquiera le gusta que la abrace o que la bese.
Ella le mira mientras dice todo esto, su mandíbula, su boca, su nariz, todo grande, le gusta este hombre. Es la tercera vez que se lo lleva a la cama. Le pasa las uñas por el pecho, le acaricia los pezones. Él se encoge de gusto pero sigue hablando. No puede salir con sus amigos porque su mujer se enfada. Ahora él ya no tiene amigos. Su querida esposa le reprocha lo que fuma, o que beba. Le lleva todos los domingos a comer con la suegra, las vacaciones también con ella, eligen el sitio entre las dos sin consultarle siquiera. Nunca salen juntos y solos a ningún sitio. La realidad es que su mujer y él ya no se soportan.
La mujer que tiene a su lado, le escucha y, mientras coge sus testículos suavemente, como calibrándolos, le pregunta por qué soporta todo eso. Qué gana a cambio. Él, le acaricia el brazo distraído en su discurso, y continúa. Tiene una vida muy cómoda. Su mujer se ocupa de todo, lava, plancha y ordena la ropa. Le lleva los trajes al tinte. Cuando se levanta por la mañana ella ya le ha preparado el café y la tostada con mermelada de fresa, como le gusta. Al final del día tiene la cena en el plato. Su casa huele bien y sus hijos están atendidos. Su leal esposa lleva los asuntos del banco, del colegio y actividades de los niños. Y además, le deja ir al fútbol, eso sí, y diciendo esto se inclina para besarla. Ella abre la boca y le atrapa la lengua, le coge de la nuca, se nota húmeda pero él con un ademán suave la aparta y sigue con su perorata. Lo tiene claro. Si se divorciara su mujer se quedaría con el piso, con sus hijos a los que apenas vería. Se quedaría solo. Tendría que cocinar, hacer la compra, pagar sus facturas, todo eso aparte de trabajar para que su sueldo, casi entero, se lo llevara la manutención de una familia de la que él ya no formaría parte.
Ella mira el reloj, sabe que en poco tiempo se irá así que mete la mano entre las piernas de él y le frota suavemente. Él ignora este gesto, se tumba y la abraza muy fuerte. Ella, sabiendo que es la despedida, ya no intenta nada, se deja besar en la cara, en el cuello, en los hombros. Se dan un último beso, más intenso, en la boca. Él se levanta y va al cuarto de baño. Nunca se ducha por si su mujer le huele a gel ajeno, se lava por partes. Una vez vestido, se asoma al dormitorio y con la mano en la oreja le dice que la llamará. Y lanza un beso.
Ella no se levanta a despedirle. Se incorpora y levanta la mano.
Cuando oye la puerta al cerrarse se estira debajo de las sábanas. Se siente bien, solo queda un pequeño poso incómodo. Alarga una mano, abre el cajón de la mesilla y saca un vibrador de látex, azul celeste.



Trastorno
9 enero 2011, 11:48 am
Filed under: Ficción

Nervioso, sujeta el sobre, enorme, con las dos manos. Ha arrugado el papel de los bordes. Respira de forma superficial, con presión en el pecho. Se trata de su salud, en definitiva de su vida. En el sobre está su sentencia. Piensa en estos términos dramáticos, siempre le dio terror la enfermedad y la muerte.

Todo empezó al poco de divorciarse, con un dolor en el lado izquierdo de la espalda, acentuado cuando respiraba. Un dolor de fuera a adentro, a ratos lacerante, y otros, latente. Estuvo un mes medicándose y acudió al fisioterapeuta, sin resultados.

Y ahora, después de pisar varias consultas, se encuentra aquí, en el neumólogo con su diagnóstico en la mano. No lo ha abierto, prefiere escuchar a otro el nombre de su terrible enfermedad. Llama al timbre dos veces cortas, impertinentes. Le abre una señorita espectacular, morena, de grandes pechos, con bata blanca ajustada que realza su cintura. Le dice buenas tardes sin mirarle a la cara y le da la espalda. Esta insignificancia le hace sentir vulnerable. Le dice con voz trémula que tiene cita. Imperiosa, ella le indica que pase a la sala y espere. Obedece y deja el sobre en la mesa, lo toca todo el rato, como si eso apaciguara la angustia. La sala le deprime, con esas espesas cortinas verdes y luz mortecina. No se siente capaz de soportar una enfermedad. Y más tan solo. Se pone de pie y puede ver a la morenaza de espaldas. Contemplar sus piernas por algún motivo le calma, si ella le sonriera cree que se sentiría aliviado.
Trece días de médicos y pruebas, noches insomnes haciendo planes y redactando hipotéticas cartas de despedida. Ha imaginado su muerte, lenta, y el dolor físico. Se ha preguntado quién le echaría de menos. Hay noches que llora de la preocupación.
Lleva media hora esperando y sale a preguntar a la señorita que no sabe si es enfermera, médico o solo recepcionista. Sí sabe que es antipática. Y, sobre todo, poco compasiva.
Intenta mostrar firmeza y dice:
– Perdone, tenía cita hace media hora…
Ella le corta bruscamente:
– El doctor le atenderá en cuanto pueda, siéntese y espere.

Le mira un momento y se encuentra con unos fríos ojos marrones. Esta mujer no debería trabajar en un centro médico. Vuelve a la sala, da vueltas, cuenta los trazos de un cuadro. La recepcionista, está casi seguro, aparece y por fin le nombra. A él se le cae el sobre al suelo, lo recoge y pasa las manos, como limpiándolo, y mira a la enfermera que permanece hierática en el umbral. Antes de llegar a la puerta ella se adentra en el pasillo, él la sigue dócil y se fija en su culo, grande y bien colocado. Abre la puerta y desaparece.
El doctor es mayor y casi no cabe en la silla, de aspecto bonachón, su visión le consuela, como si fuera incapaz de comunicar cosas malas. Se sienta en el borde de la silla, le extiende el sobre como si le entregara su vida, y cruza sus manos apretadas sobre el regazo. No dice nada porque no puede, tiene la tráquea cerrada y se ha quedado sin saliva.
El doctor saca el informe y coloca la radiografía en la caja de luz, él alarga el cuello y ve sus pulmones llenos de manchas negras. Piensa que está condenado. El doctor, sin mantener el intríngulis, se vuelve y comunica que todo es normal.
Él, incrédulo, acierta a preguntarle por las manchas, el médico revisa la radiografía e insiste que es habitual para una persona que ha sido fumador.
Cuando le escucha nota un hormigueo, quiere soltar carcajadas. Aprieta la mano del doctor que le recomienda ejercicio y distracción. Él asegura que lo hará.
Al salir, la enfermera está archivando expedientes, él, ahora festivo y descarado, se acerca para despedirse, y le dice que está sano y no va a volver. Ella levanta la vista unos momentos hacia él y, grosera, vuelve a sus sobres marrones.



FIN DE AÑO
26 diciembre 2010, 11:24 am
Filed under: Ficción

Faltan cinco días para que el año acabe. El profesor, recién levantado y en pijama, está ojeando la sección de anuncios del periódico, siempre lo hace, cuando, entre reclamos de abogados, putas y cines, le llama la atención uno, pequeño y en negrita, que dice:

“¿Te entristece cenar solo en Nochevieja? ¿Te han dejado plantado tus amigos? No lo dudes, apúntate a “La cena de los colgados”, un grupo variopinto de personas que no quieren cenar solos. Telf. 875009823.»

Lo lee varias veces. Cena solo esa noche desde hace años, y aunque ya no le entristece, acaba de cumplir los cincuenta y le atrae la idea. ¿Por qué no?, se dice. Llama, y un hombre de voz acogedora le da los detalles sin preguntar nada.

Llega el día y el plan es apetecible. Duda que ponerse para la cena, al final opta por camisa y pantalón negro. Se mira al espejo y todavía se considera un hombre capaz de conquistar. La cita es a las ocho y media, han quedado pronto para conocerse, descubre con sorpresa que la cena se celebra en una casa. Delante de la puerta, nervioso, respira hondo, no sabe qué se va a encontrar. Abre una mujer de unos treinta años, rellenita y poco atractiva, campechana se presenta como Loli, la dueña de la casa. Le coge el abrigo y le hace pasar al salón. Es una estancia con paredes vacías y muebles baratos, no le parece acogedora, nota frío. Las cuatro personas que hay allí se levantan a saludarle: dos hombres más mayores, o peor conservados, de aspecto gris, un funcionario de correos y el otro policía jubilado, una anciana elegante, gozosa por la novedad de la cena, y su hijo ya adulto, que esboza una sonrisa lela y al que se le nota un retraso mental.
Se encuentra allí, en medio de ese salón, con desconocidos que nada tienen que ver con él y se siente más solo que nunca. El sonido del trajín de Loli en la cocina, por algún motivo, le provoca una tristeza plomiza. Quiere preguntar si falta alguien pero no se atreve por miedo a que le contesten que no. Trata de ser agradable pero está arrepentido de haber ido, y no le apetece hablar. Se sienta en el sofá con una sonrisa y espera que no noten que es fingida. Todavía incómodo con la situación, suena el timbre, su corazón se sobresalta. Contiene su alegría para no crearse expectativas. Entra una mujer, le echa cuarenta y tantos años, con un pelo rubio platino que no le favorece y un vestido negro que disimula sus carnes al límite del desbordamiento. Se presenta con una sonrisa, y él, al verla de cerca, percibe una chispa en su cara y le gusta. Dice que se llama Teresa, y lo hace de una forma que se le antoja sensual.
Loli trae unas cervezas, y él, con el estado de ánimo recobrado, se vuelve dicharachero y ocurrente. Cuenta tropelías de sus alumnos, el funcionario de correos le acompaña con anécdotas de cartas perdidas y el policía con casos truculentos, todos ríen. Él antes de sentarse a cenar asegura que el 2011 va a ser un buen año y la mira a ella, a Teresa, que tímida desvía los ojos hacía el suelo.
La cena transcurre con la misma energía positiva. Él consigue sentarse frente a ella, y a cada rato le gustan más sus ojos felinos y su piel clara, y los hoyuelos que la hacen parecer aniñada. Como hombre cortés le sirve vino, pela un langostino y se lo ofrece, ella, complacida, lo acepta y a continuación unta paté en un panecillo que le alarga, él roza sus dedos al cogerlo. Todos beben y comen, la reunión está animada.
Son casi las doce, recogen los platos y él ayuda a llevar a la mesa los boles con las uvas. Le invade la euforia, es la mejor Nochevieja en muchos años, y también va a ser un buen año. Y esta cena es la primera prueba. Aparece el reloj enorme en el televisor, todos, con el bol en la mano, clavan los ojos en él, a excepción de la anciana que parece ajena pelándole las uvas al hijo que palmotea entusiasmado. Entre risas y frases triviales suenan los cuartos, sostienen la primera uva entre los dedos. Comienzan las campanadas y dejan de hablar. Él, engullendo uvas, contempla a Teresa, que ríe con las uvas amontonadas en la boca y que ahora no esquiva su mirada. El policía, con los carrillos llenos, arenga: “vamos, que quedan dos”. Cuando suena la última y los boles quedan vacíos, se escucha en el televisor el grito al que todos se unen:
¡FELIZ AÑO NUEVO!

P.D. Lo mejor de este año ha sido, sin duda alguna, este blog: escribir y vosotros, los que me leéis. Gracias. Feliz 2011.



AMOR PERRO
18 diciembre 2010, 11:52 pm
Filed under: Ficción, Relatos breves

La solterona, siempre coqueta y bien vestida, que suele estar alegre, hoy se encuentra triste. Su amado Pepe, del que nunca se despegaba, murió ayer de repente. Pepe la hacía feliz, paseaban juntos, hablaba mucho con él y le daba tanto afecto. Y ahora, se ha marchado para siempre y le ha dejado un hueco enorme, casi insoportable. Cuando se acuesta y nota la cama fría se acuerda de su calor, y de cómo se abrazaba a él después de dejarla satisfecha y feliz. Y además era fiel. Llora desconsolada de día y de noche.
Su vecina preocupada por su desánimo ante la ausencia de Pepe, piensa que un perro la ayudaría a olvidarle. En la tienda le recomiendan un chihuahua, y le parece perfecto.

Cuando la solterona abre el cesto y ve al perrillo temblón, se cubre la cara con las manos y su cuerpo se agita por la pena. Su vecina un poco molesta le dice:
– Mejor un perro pequeño ahora que vamos para mayores, ¿no te gusta?
Y ella, entre hipidos, contesta:
– ¡Mi Pepe era un pastor alemán!